UN CAMINO COMPARTIDO
Este es un Espacio de Encuentro eclesial de diversos Centros, que busca compartir el Evangelio con un lenguaje actual desde una coordinación de sus actividades y una mejora de...
Antonio Oteiza es un capuchino con la vida acumulada en noventa y dos años. Recorrió muchas tierras. Ha mirado el mundo desde variados lados. Y le ha parecido ver, en cualquier lugar, el brillo del Espíritu bíblico aleteando entre el caos; un aliento de verdad y belleza dentro de cualquier arcilla.
De cada observación ha regresado siempre con ojos de un asombro nuevo. Según él, hay siempre un rastro sagrado en la belleza, la bondad, o la verdad. El mundo, cualquier forma de vida, refleja una pauta luminosa que él persigue. El pintor contempla absorto, pondera, luego dibuja.
Pocos trazos, porque lo esencial necesita palabra escasa. Solo las indispensables para darle al silencio su forma y sus límites. Se trata de un diálogo del pintor con la tela en blanco, pero, en realidad, solo es un hablar entre lo visible y lo invisible, tal como él lo percibe.
Deja a un lado la hojarasca, el sonido inoportuno, la cáscara gráfica más superficial. Saca virutas al mundo, como un carpintero a la madera buscando su corazón más auténtico. Pule la realidad en bruto para ir al hondón de las cosas, a esa energía interior que sostiene todo. Se busca lo esencial.
El silencio ocupa un lugar, y un lugar eminente. Es ese espacio inspirado que permite a la obra hallar amplitud, movimiento e irradiación; es el estuario hacia el que la obra tiende y donde se consuma ensanchándose, borrándose para prolongarse y renovarse mejor. Queda entonces, inagotable, lo innominado en nombre de lo cual nos callamos (M. Blanchot).
Con él aprendemos a observar y a callar.