Ilustraciones. Crónica Huaorani. Alejandro Labaka

Antonio conoce bien las páginas de CRÓNICA HUAORANI y las admira. Probablemente es, sobre todo, respeto y autenticidad lo que estos gráciles trazos nos transmiten, como una manera muy personal de entender la aventura de Alejandro.

Sucedió hace 25 años

En julio de 2012, se cumplirán los 25 años de la muerte del autor de este diario, lanceado junto a un bohío indígena en la selva amazónica ecuatoriana, que ahora presentamos en su primera edición en España (y quinta en Ecuador). Para quienes convivimos con Alejandro, pareciera que no han pasado tantos años. Tan profunda fue la impresión de su muerte, junto a la de Inés, que aún las sentimos recientes. Porque su perfil definitivo quedó grabado en ese momento, en la apuesta final que él hizo y su desoladora conclusión: el terrible rito de las lanzas. Parafraseando a Lorca: viva moneda que nunca se volverá a repetir.

Pero si son pocos años para olvidar el gesto, pueden resultar excesivos para comprenderlo con propiedad por parte de quienes no lo vivieron en su contexto. Con mucha frecuencia solemos cometer la torpeza de tratar de interpretar el pasado con nuestros conceptos o costumbres de hoy. De manera que no falta quien ha considerado ese acto final de los misioneros, su acercamiento al grupo tagaeri donde perdieron la vida, como un acto de contacto inadmisible ante un clan indígena que preferiría mantenerse aislado. En este sentido, según una corriente muy extendida hoy día, serían calificados poco menos que de genocidas. He aquí las falacias a las que puede llevarnos la acción estupefaciente del tiempo, que, si no lo vivimos alerta, tergiversa las acciones de ayer con las consignas de hoy.

Alejandro hubiera sonreído ante una acusación así. Él era un hombre extremadamente cortés y encajaría con naturalidad el desatino. De la misma manera que le tocó soportar otros muchos, semejantes a ése, que le asediaron en vida. Basta repasar la hemeroteca de aquellos años últimos de su acción, cuando, por defender la vida y territorialidad de los grupos indígenas aún ocultos (y ocultados por fuerte intereses), él era considerado en Ecuador, por una gran mayoría, con los términos más displicentes e incluso injuriosos. Cuando se rescata la situación social donde vivió, que es donde los actos realizados tienen sentido, se puede observar, por ejemplo, cómo uno de los más prestigiosos periodistas del país lo motejaba de “salvajista”, es decir, de oponerse al progreso de la nación, tratando de salvaguardar las costumbres e inadmisibles derechos de grupúsculos ancestrales. Lo que hoy se consideran, en los discursos académicos, potestades obvias de esos grupos (derecho a su territorio y a la manera de vivir en él sin ser molestados, etc.) parecía ilusorio en 1987. Así, cuando Alejandro solicitó un territorio que fuera propiedad de los huaorani conocidos (pero también de los grupos ocultos) y luego, con éstos, firmar un pacto de paz por parte del Gobierno y la sociedad ecuatoriana mediante la derogatoria petrolera en sus tierras, le respondió un tumulto nacional de desaires y más de una sonrisa desdeñosa. Se trataba, según los más indulgentes, de un curita desubicado. El país, se declaraba por entonces, no podía dejar de explotar una riqueza común, por la negativa de un puñado de primitivos.

Tal era la doctrina oficial y mayoritaria de la época. Aún no surgían las voces ecologistas; por su parte, a las organizaciones indígenas ecuatorianas el caso les venía muy grande y lejano. Ni siquiera sabían situar sobre el mapa las tierras en litigio y sus elusivos moradores. Alejandro fue, en Ecuador, un pionero en la protección de los grupos aislados. Y lo fue con todas sus consecuencias; esto es, también con la dificultad del que abre un camino inexplorado que debe experimentar sobre la marcha y aprender de sus errores.

Era Alejandro tan discreto y sin pretensiones que nunca se le ocurrió relatar su experiencia, al menos para el público. Lo que presentamos aquí son narraciones escritas a vuelta pluma de sus primeros encuentros con los huaorani, que luego hacía llegar a sus compañeros frailes, muchos de ellos en España, de forma privada, sin perspectiva de ser publicados. Por tanto, hay que leerlas así, como relato espontáneo, cartas personales, donde al autor pone en juego su corazón. Una manera peculiar de acercarse a un pueblo desconocido para él, que, en sus propias palabras, le fascinó. Porque Alejandro, ayuno de conocimientos técnicos de antropología, ponía en común en esos contactos lo que él entendía como patrimonio universal humano: la solidaridad, el amor respetuoso, la necesidad de aprender de los otros, su larga experiencia de convivencia con grupos humanos tan disímiles como eran los de su patria vasco-española, o la multirracial China donde vivió seis años, o grupos andinos, costeños o amazónicos ecuatorianos, de todos los cuales quiso aprender la sabiduría de los muy diversos estilos de convivir.

Como podrá observa de inmediato quien la lea, CRÓNICA HUAORANI sale del alma, de su espíritu de veneración por la diversidad humana, del entusiasmo por la selva innumerable, del cariño sin límite por las gentes en peligro. Es un canto, una elegía. El evangelio es una aventura, escribió ahí. De manera que se podrá observar en estas páginas acaso ingenuidad, o errores de procedimiento; sin duda se podrá disentir sobre sus métodos. Pero, ¡qué difícil no apreciar una generosidad sin límites, el valor indudable frente a los peligros reales que afrontaba, la tenacidad para defender a los que entonces no podían dejar oír su voz!

Parecen escritas para Alejandro estas palabras de Javier Cercas, comentando a sus personajes de SOLDADOS DE SALAMINA, sobre quién es un héroe. Alguien que tiene el coraje y el instinto de la virtud, y por eso no se equivoca, o por lo menos no se equivoca en el único momento en que importa no hacerlo. Un héroe tiene las dos cosas. Por una parte el coraje, la valentía; ingrediente indispensable. Y lo otro, la cruz de esa moneda, es lo que llamo el instinto de la virtud que hace que haya personas que actúan bien, porque parece que huelen el bien, que apuntan al bien. Ese instinto de la virtud lo tienen muy pocas personas, y creo que son muy raras, muy excepcionales. Ésos son los héroes.

Miguel Ángel Cabodevilla Iribarren